Acudí con todo el deseo a la puesta en circulación del libro
Mitología de bolsillo, del escritor Pedro Antonio Valdez. Sabía que, como lo
justifican mi tercera lectura de El carnaval de Sodoma y la segunda de Palomos,
era de gran satisfacción estar allí. Antes de terminar la actividad tenía todo
el deseo de escribir, pero mi forma de evadir eso que todavía me mueve a decir
algo, es recordar que de los grandes escritores, los que crean para todos los
tiempos, no hay mucho que decir. El
deleite de escucharlo leyendo sus textos, escritos en un lenguaje posmoderno, pero con una
substancia de la eternidad; fruto de su gran poder creativo me introdujo en ese
mundo mitológico del cual todos, de alguna forma, hemos sido víctimas, héroes o
dioses.
Saben los que manejan el “eterno castigo de la escritura”,
que estas líneas, escritas directamente desde un ordenador sin mouse y borrados
algunos caracteres del teclado, no son suficientes para describir una obra de
esa magnitud, que esto sólo ha sido una forma de deshacerme de esa fuerza interior (perdóneme Sir. Newton) que me ha
movido a hacerlo.
Por otro lado, algo me obliga a expresar el miedo que entre
las hojas de cacao y de guineo aprendí a cogerles a las cámaras. Que también me
enseñó mi “Yamasá’s river” (como describo la universidad de mi infancia en el
lenguaje de Robert Frost) que los objetos que flotan son vanos, vacíos o
putrefactos. Que si en una de esas aventuras diarias entre La Eleonora, Máyiga
Guanuma o el Ozama, hubiese llegado corriendo donde mi madre (que con todo
respeto, sé que desconoce los aportes del gran Arquímedes de Siracusa) a
decirle que vi “La flotadora”, me respondería con el dramatismo que la
caracteriza: pues está ahogada, mi hijo.
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